Nueve de agosto
En una cocina que a duras penas superaba los 2 metros de ancho,
y sentada sobre una mesa de aglomerado de color vainilla han tenido lugar
muchas de las conversaciones más importantes de mi vida.
El ritual de entrada en la estancia era prácticamente siempre
el mismo. Apoyada sobre las palmas de mis manos: una en la mesa vainilla, otra
en la encimera de la cocina; me balanceaba con los pies colgando, para acto seguido, y sin
esfuerzo, sentarme sobre la mesa, con mis pies a varios centímetros de distancia
del suelo, y mis rodillas ocupando el espacio justo para que ella pudiera circular
libremente por el escueto pasillo de la escueta cocina mientras preparaba la
comida o fregaba los platos. Sólo quien haya estado en esa cocina, sabe hasta qué
punto no exagero.
En esa mesa me sentía como una princesa en su trono dando un
discurso real ante la atenta mirada de una súbdita fiel que alaba sus historietas, y aunque a ratos también me amonestara, siendo yo una princesa respetuosa
de las opiniones de sus vasallos, y atendiendo a las buenas maneras en las que
se me hacía razonar, en ningún momento me sentí bajar a la realidad desde mi
trono. Años después, ya en mi adolescencia, la silla real comenzó a hacer las
veces del diván propio de la consulta de un psicólogo. Desde mi cómodo diván compartía
con ella mis elevadas ambiciones de futuro, pensábamos en grande casi siempre.
Otra veces, también nos lamentamos por algún que corazón roto. Alguna
lágrima derramé sobre ese diván, principalmente empujada por la frustración o por
la decepción, y en general, cuando no era la mejor en algo. Ahora que lo
pienso, debió ser bastante difícil para ella aprender a gestionar esto.
En esa cocina-ratonera, tuvimos horas y horas de conversaciones
a solas las dos. Sin duda, el tiempo lo convirtió en el lugar perfecto para sincerarme
con ella, y para confesarme a veces también...
Y con cada palabra suya, sentada en mi trono-diván, fue moldeándome poco
a poco, sembrando en mí inquietudes, convirtiéndome en una mujer independiente,
sensible con el dolor ajeno, positiva, fuerte, y CAPAZ (en mayúsculas) de lo que me propusiera. Sentada en la mesa de color vainilla me convenció de ser casi invencible, y de que querer es poder
sin limitaciones, y de que no había nada en este mundo que me pudiera impedir
cumplir mis sueños. ¡Y gran trabajo que hizo conmigo, que aún me lo creo! Y
gran trabajo, principalmente, porque me dio las herramientas para aprender a vencer
mis miedos, y luchar por mi felicidad siempre. Y con esto me daba el segundo
mayor regalo que nadie pudo darme nunca. El primero, también vino de su parte.
Ojalá todas las niñas del mundo tuvieran esa mesa mágica de aglomerado
en color vainilla, capaz de mutar de trono a diván. Ojalá todas tuvieran una
compañera de aventuras como la mía, la que llevo anexa a mi piel como parte misma
de mí, allá donde vaya y por lejos que estemos la una de la otra. Hoy, 9 de agosto de 2013, unos
taitantos años después de que ella viniera al mundo, quería darle las gracias y
hacerle mi pequeño homenaje recordando tanto amor a través de este post.
Felicidades y GRACIAS MAMÁ!!
pufffff ¡¡¡que cosa mas bonita¡¡¡...siempre soñé que algún día, una tuna me cantara serenatas tipo sal al balcón, muñequita linda o algo así y que un príncipe casi azul me regalara un gran ramo de rosas amarillas o rojas (da igual el color) dedicadas con una romántica poesía ....pero nunca soñé que una princesa me regalara con su pluma mágica el mejor regalo que nunca nadie podría imaginar -"su amor"- descrito en un post.......¡¡¡gracias mi niña¡¡ tu lo haces todo bonito incluso esa mesa vainilla donde tantas veces ejercimos de madre e hija y que hoy después de taitantos años te digo : me lo has hecho tan fácil que contigo me dieron "matricula de honor"
ResponderEliminar