Flashback & Flashdance
Transcurría el año 1999. Casi nadie tenía
teléfono móvil en aquel entonces, y el euro aún no estaba en circulación. Los
cibercafés estaban de moda, y aún seguían en pie las torres gemelas. También
fue el año en que me emancipé, cambie de ciudad y empecé la universidad. Parece
que han transcurrido un millón de años, pero no, apenas han pasado poco más de
13.
Era finales de septiembre y las clases
acababan de iniciarse. Redacción periodística era la primera asignatura a la
que asistí. El profesor era un tipo joven y bien parecido… bien parecido a José
Coronado en su versión televisiva de “Periodistas”. No sé si realmente se
parecía mucho físicamente, pues apenas lo recuerdo, pero la serie me había
marcado, y en mi mente, eran como dos gotas de agua, más por el descaro que por
los bucles engominados. La bienvenida al curso escolar corrió de su cuenta, y
lo primero de lo que se preocupó fue de rompernos a todos los esquemas. A
nosotros, a más de 100 adolescentes sedientos de ser la nueva generación de Prats,
Gabilondos, José Marías Garcías (para los futboleros),Lobatones (para los retorcidos)
y, lo voy a decir, Teresas Campos (sí, también había alguna de estas aunque nunca
lo confesara abiertamente). Ahora, 13 años después, seguro que hubiéramos puesto
nuestras expectativas en otros modelos (aquí sí que no me mojo con menciones de
Carboneros o Vázquez cualesquiera…ups, se me ha escapado). La tele ha cambiado
tanto...
Volviendo a estas primeras palabras del
docente, recuerdo de su discurso su gran afán por hacernos saber que este
trabajo no tenía nada que ver con lo que habíamos imaginado. Mucho esfuerzo
para poco o ningún reconocimiento, mucha más monotonía de la que esperábamos y
por tanto, mucha menos emoción de la que plasmaban los guionista de la
anteriormente mencionada serie. También nos habló de la fuerte competencia, y
bastaba mirar a cada lado para observar una clase de 120 personas para
entenderlo. Que el mundo no necesitaba tantos periodistas, era una obviedad.
Para concluir, y terminar de acabar con
las ilusiones de los presentes, también menciono que la nuestra era una
profesión de pobres, en la que con suerte ganaríamos poco más que el salario
base. Salí de la clase y mi madre me esperaba. Me había acompañado ese día para
poder ver de primera mano los detalles de lo que comenzaba a ser mi nueva vida.
Me preguntó “¿Qué tal?”, “Genial mamá. Me ha encantado”, contesté. Lógicamente
no había escuchado nada de lo que había dicho el profesor. El discurso era para
los otros 119, me reafirmé en mi subconsciente.
No recuerdo exactamente cuántos años
tenía la primera vez que vi Flashdance, cálculo que quizá 6 ó 7, puede que 8.
En cualquier caso debía ser bastante pequeña, porque no preste ningún interés a
la historia de amor que contaba, y sí a los bailes agotadores de la
protagonista, su música pegadiza (What a feeling!!!) y los calentadores tan
asombrosamente chulos que usaba la chica para bailar. A partir de entonces, no
entendía capaz a nadie de bailar con cierto arte si no iba provisto de unos
buenos calentadores de lana, preferiblemente de colores estridentes.
Alexandra Owens, la protagonista, esa
chica soldadora de día, semistriper de noche (manda narices el argumento),
tenía un sueño: bailar de manera profesional, para dejar de tener esta doble e insólita
vida. Yo con 18 años, y prácticamente desde que aprendí a escribir (cuento con
la mejor notario que puede verificar esto), también tenía un sueño: ser
periodista (y bailarina, en mis ratos libres). No había discurso, por más veraz
y directo que fuese, que pudiera arruinar mi sueño.
Pasaron un par de años más o tres, y la
realidad cayó por su propio peso. Visto que conseguir una simple beca no
remunerada en el periódico local era poco menos que una misión imposible, modifiqué
ligeramente mis expectativas y alteré el rumbo. Nunca me gustó la perspectiva
de ser pobre, y no por superficialidad, sino por autosuficiencia.
Para no alargarme en exceso, destripo el
final de la historia: descubrí otra manera de ser periodista, una periodista de
empresa, o dicho de otra manera, me decanté por la comunicación corporativa. Opté por un camino que me ha protegido de la tiranía de una profesión en peligro de
extinción por la triste depreciación de nuestro auténtico rol como denunciadores sociales (culpa nuestra, entre
la de muchos), y la reciente aparición
del periodismo ciudadano que tiene su megáfono en el entorno virtual todopoderoso.
Pero este tema es mucho más denso y complejo, y no quiero abarcarlo aquí y ahora.
A fin de cuentas, mi único objetivo con este post era rescatar una anécdota de
mi pasado, y recordarme a mí misma como llegué donde estoy.
Es un hecho que mi elección rompe con la
visión romántica que tenía de mi futuro profesional, si bien en mi defensa (y
para responder a Alexandra Owens), tengo tres argumentos de peso; el primero y más
evidente, la vida NO es una película; el segundo, me gusta mi trabajo y lo
disfruto; y tercero, puedo ser lo que quiera en mis ratos libres.
Agradable lectura y sobretodo bonito leer anecdotas de tu pasado. Cada post lo reeleo para sacarle todo el jugo.
ResponderEliminarLección de vida imprescindible. Espectador de lujo que fuí. Los comienzos, aún conservo a Calamaro, Tiempos dorados.
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